lunes, 25 de octubre de 2010

Kunming, Xijiang, Fenghuang y Dehang, huelga decir que seguimos en China


Hola de nuevo.
Ya sabéis que estamos en ese país tan grande del que ahora se ha puesto de moda decir que es la gran potencia por explotar y bla bla bla, todo cierto. Por algunas cosas que nosotros hemos visto China tiene pinta de estar preparada para lo más grande, sin embargo nosotros nos hemos movido por zonas rurales donde se sigue recogiendo el arroz manualmente y se complementa la economía local con el turismo, mayoritariamente de visitantes chinos.
Desde Xinjie, donde nos habíamos  acercado para conocer las terrazas de arroz de Yunnan nos dirigimos a Kunming, la capital de la provincia desde donde preparamos la ruta hasta llegar a Hong Kong, la cosa quedó así: De Kunming (provincia de Yunnan) nos moveremos a Xijiang (provincia de Guizhou), más tarde a Fenghuang (provincia de  Hunan) luego a Dehang (provincia de Hunan) y finalmente a Yangshuo (provincia de Guangxi), donde os dejaré otra vez en manos de Antonio, porque de allí nos vamos a Hong Kong y esa parte le toca a él.
Comienzo así porque quería ahorrarme contar los desplazamientos y no tener que nombrar muchos sitios en los que sólo hemos parado a cambiar de tren a autobús o viceversa, e incluso algunos en los que tuvimos que hacer noche para continuar al día siguiente ya que en China las distancias son muy largas. Estos son, pues, los cuatro sitios que hemos visitado en el tramo de viaje que os voy a resumir: Kunming, Xijiang, Fenghuang y Dehang. Si no os importa contaré lo que más me ha gustado de cada sitio pero sin transiciones.
Antonio posa ante una puerta ornamental en Kunming 

Kunming
La llegada a Kunming fue memorable, veníamos de nuestra primera parada en China en un pueblito mínimo que organizaba su vida en torno, como contó Antonio, al mercado de los sábados y la sesión de aerobic de por las tardes mientras el tiempo esté bueno, de modo que el cambio nos resultó de alto contraste. Kunming es una ciudad de alrededor de 1.100.000 habitantes, aunque desde el autobús se veían tal cantidad de enormes bloques de pisos en construcción que dudábamos de estas cifras.
Llegamos a una estación de autobuses interurbanos que estaba junto a otra de urbanos de entre los cuales alguno, suponíamos, nos llevaría al hostal. Había una hilera de diez o doce andenes de los que no paraban de salir autobuses con numeritos. Nosotros no teníamos ni idea de cual nos vendría bien y por los carteles tampoco íbamos a adivinar nada ya que estaba todo en chino, claro.  Pasaba una pandillita de jóvenes con pinta de universitarios y les preguntamos si hablaban inglés, al instante el que más hablaba había sido encumbrado por empujones de todos los demás al puesto de líder de aquel intercambio cultural. En cuestión de unos minutos el chico nos había hecho una ruta con tres autobuses para que llegáramos sin caminar más de cien metros a la puerta del albergue que le señalábamos en el mapa. Para ello tuvo que hacer unas gestiones telefónicas y todo, nada que a él le pareciera demasiado esfuerzo, qué gente más linda. 
Tras sus indicaciones, nos fuimos a un cruce cercano a coger una línea que no entraba en la estación y mientras buscábamos la parada un matrimonio desde su coche nos hacía señales para que nos acercáramos. Les contamos que queríamos coger el 71, para luego trasbordar al 62 y… ¡vale, vale, subiros que os acercamos a la parada del 62! ¿cómo? ¿estamos haciendo autostop urbano en China? ¡Esto es Pekín Express! Los dos estábamos muy sorprendidos y divertidos con aquello y la pareja parecía disfrutar con nuestra presencia, aunque no pudimos hablar nada porque no tenemos ni pajolera idea de chino y ellos no hablaban inglés, no, español no saben tampoco. La legendaria hospitalidad china nos daba la bienvenida por segunda vez en cuestión de minutos. Luego la cosa continuó en la misma línea aunque fue todo más normal, cogimos un bus en el que las señoras nos decían cuantas paradas faltaban y antes de coger el último, otro chico nos dijo que no hacía falta, que andando llegaríamos en seguida y nos dio un par de indicaciones clarísimas y facilísimas.
El sitio al que nos dirigíamos era el Cloudland, un youth hostel (hostal o albergue juvenil, aunque hay gente de todas las edades) que tenía muy buena pinta y, aunque el precio nos resultaba un poco elevado, nos acomodamos en un dormitorio de seis personas por 35 yuanes cada uno, alrededor de cinco euros. Era un edificio muy luminoso y casi sin ruido de tráfico, el cielo nublado hacía que los colorines del edificio flotaran en el aire del patio de cuatro plantas sobre las mesas de ping pong y de billar que hay en el bajo. Tiene un clima extraño entre amable  y distante, quizá el más apropiado para un sitio en el que no para de pasar gente. 
A nosotros nos sienta muy bien este sitio, el clima es fresco y las habitaciones muy agradables, tienen un restaurante algo caro, sobre todo el café, pero tienen dispensadores de agua caliente por todas las plantas para que Antonio y yo hagamos cocinillas por los pasillos con nuestros bols de noodles instantáneos y nuestros cafés solubles y tés verdes.
La ciudad no tiene demasiadas cosas que ver pero ofrece algunas visitas como el templo Yuangtong, un templo budista al estilo chino en el que Antonio disfrutó mucho con el estanque de las tortugas, y el templo dorado, al que fuimos el último día y desde cuyo campanario pudimos disfrutar buenas vistas de la ciudad, es un templo taoísta en un jardín elevado sobre la ciudad y tiene algunas imágenes muy bonitas de sus dioses.
Creo que sin dudarlo, lo que más nos ha gustado en Kunming han sido los parques y plazas públicas no porque sean especialmente bonitas sino porque están llenas de mayores que pasan el rato, juegan al ajedrez chino, al mah jong, a las cartas, bailan, hacen aerobic, practican coreografías con abanicos, cantan con su micrófono que ellos se llevan, se cortan el pelo porque hay peluqueros rondándoles, se limpian los oídos, se hacen la pedicura. En definitiva, hemos sabido que en China las pensiones no son para permitirse muchos lujos así que nada de gimnasios y peluquerías, los mayores encuentran todo su entretenimiento y cuidados personales en el parque.
La vida en Kunming ha sido, en realidad, tranquila. Veníamos algo cansados desde Vietnam, teníamos ganas de un sitio relajado para quedarnos sin hacer nada unos diítas y aquí parecía que lo habíamos encontrado. Sin embargo una mañana aciaga del quince de septiembre dejé a Antonio a mitad del desayuno para subir a por dos cafés más a la habitación. Al volver le encuentro con compañía, en principio todo bien, la vida en los albergues de este tipo incluye compartir mesas con otros viajeros y aprender, gracias a ello, muchas cosas y conocer a mucha gente interesante. Desgraciadamente no es el caso de hoy, este señor de la India parecía saberlo todo y lo peor es que estaba dispuesto a contarlo de principio a fin entre galleta y galleta. Cuando su santa señora se lo llevó de la mesa dos horas después de que nosotros hubiéramos terminado el desayuno deseando sin parar de desear que aquel señor cerrara la bocota, llevaba todavía en la mano  su intacto vaso de leche más aburrido que un vaso de leche y unas galletas que no se podían creer aquel indulto que estaban disfrutando. ¡Hay que ver lo que raja la peña! Pero como el señor no había quedado satisfecho del recorrido caótico que nos había realizado desde sus conocimientos de chino mandarín a sus dudas sobre la veracidad de los escritos en los que se funda el cristianismo, se nos encalomó también para comer. Evidentemente él dijo donde comeríamos y por un pelo no obliga a Antonio a comerse unas berenjenas porque el míster decía que allí estaban buenísimas. Dos horas más nos tuvo en aquel velador escuchándole sin piedad, ningún asomo de cerrar el pico y ningún interés por los trescientos cincuenta temas que intentamos introducir para que dejara de hablar de paleocristianismo y criticar a todas las religiones que a él no le gustaban.  La cara de aburrimiento de Antonio sirvió para que finalmente se nos liberara de aquel secuestro.  ¡Coooorre! A partir de hoy desayunaremos en una mesa muy pequeña donde no quepa nadie más y nos pondremos la gorra de la asociación de sordos todo el tiempo.  
Para resarcirnos de estos ratitos de trauma nos hemos ido de compras en Kunming. Después de mucho y mucho buscar hemos encontrado pantalones para Antonio y camisas para mí a un precio apañado y ¡Dos por uno! Uuuuu ¡qué locura! Ya veréis qué majos que estamos con la ropa nueva. 

Xijiang
Tras un tren nocturno y dos enlaces de bus llegamos a un pueblecito de casas de madera y callecitas arregladitas hasta el último detallito, sí todo muy muy. Es un pueblo muy turístico aunque todos menos nosotros son turistas chinos. Eso sí, todos los que veníamos en el autobús, sin excepción hemos pagado la entrada al pueblo, un ticket de 60 yuanes (7.5€) que el gobierno chino carga a todos los visitantes de determinados sitios muy visitados. Nos bajamos del autobús en el parking de los autobuses donde habíamos leído que alguien vendría a buscarnos para ofrecernos un alojamiento en una casa. Efectivamente, mientras Antonio estaba en el aseo de la “estación” una señora muy amable se acercó a mí haciéndome señas para decirme que si no teníamos donde dormir, ella tenía habitaciones, le dijimos que sí porque era lo que esperábamos, una habitación doble tipo la casa del abuelo de Heidi por cuarenta yuanes, unos cinco euros. A mí me encantó que cuando Antonio fue a coger su mochila, la señora le dijo que ella le llevaba la pequeña y, claro, no pude aguantarme de hacer la foto.
Aunque imagino que en Xijiang no todo el mundo vivirá del turismo sí es cierto que cuando caminas por la calle todo lo que ves son tiendas de souvenirs y de ropa “típica”. En una plaza hay muchos tenderetes con los trajes folclóricos de la etnia Miao para que, las chicas sobre todo, se disfracen y se hagan fotos por el pueblo, es muy gracioso verlas posando por ahí. Curiosamente la misma plaza se utiliza también para secar el grano. Entre todos los tenderetes hay una buena explanada y las señoras del vecindario extienden allí su arroz y su maíz para darle vueltas y que se seque al sol.
Hay muchas casas en construcción y por todas partes se oyen golpes de martillo, los carpinteros no deben dar abasto, de hecho a pesar de lo tranquilísimo del enclave, tuvimos que dormir con tapones porque el señor martillo no descansaba hasta bien entrada la madrugada. El aserradero con su sierra a gasoil no para en todo el día de sacar tablas como quien corta fiambre. Son para hacer paredes, aunque las partes bajas se hacen en algunos casos con ladrillo y luego se cubren de madera para no romper con la estética y quizá para evitar algún que otro incendio.
Nuestro plan para Xijiang era dar paseítos y el primer día nos perdimos por las calles para ver qué hacía la gente. En cuanto sales de la calle principal ya comienzas a ver las señoras con sus moños típicos haciendo sus labores, los artesanos haciendo cositas de metal para los adornos de las señoras, otros meneando el arroz para que se seque bien, uno con un pony moviendo ladrillos de acá para allá, gente con cargas de forraje para los caballos, en fin, lo que es la vida rural, todo a un ritmo tranquilísimo y contagioso que da gusto. El segundo día dimos un paseo precioso por los alrededores del pueblo y, nada más alejarte cien metros ya ni te acuerdas de cuando viste una casa por última vez. Hemos visto familias celebrando la matanza en el río, bañándose en el río, recogiendo el arroz, transportando el arroz, señores mayores fumando en un recodo del camino y muchas terrazas de cultivo. Cada veinte metros el paisaje ha cambiado totalmente de forma, es como si te metes en el mapa de esos de curvas que saca el hombre del tiempo pero en tres dimensiones y de color verde fosforito.
 Habrá paisajes más hermosos en el mundo, seguro, pero a mí los paisajes humanos me resultan bellísimos, quiero decir, cuando el ser humano hace que algún paisaje sea bello, porque de feos también hacemos. Las terrazas de arroz son un ejemplo de cómo las personas  hacen del campo una despensa sin destrozarlo y con un resultado precioso. Concretamente en esta zona, como hay algunas coníferas pues todo el rato estás acordándote de los pirineos, aunque los biólogos de campo pensaréis que no tengo ni idea pero permítasemele esta licencia.  
Pero antes de salir a pasear bajamos de nuestra habitación que está en el primer piso y encontramos nuevos inquilinos en el salón de la casa. No os imaginéis ningún lujo, es una salita que da a la calle donde el matrimonio que nos aloja tiene su sofalito y una tele con una mesita para comer.  El grupo que había llegado eran seis señoras y señores de sesenta años aunque ninguno aparentaba más de cuarenta y ocho, os lo juro.  Estaban tomando leche de soja recién hecha porque nuestros caseros la hacen cada día y luego fabrican el tofu para vender en el mercado. No nos pudimos resistir ni a la leche de soja ni a pasar un rato con aquellos jóvenes sexagenarios divertidos y encantadores. Estuvimos un ratito trasteando con los mapas para que nos explicaran de donde eran, el sabor a leña de la leche de soja artesanal en la boca hacía que cualquier cosa que te dijeran resultara entrañable y no podíamos parar de hacer risas y fotos.
Nuestro casero haciendo el tofu 

Fenghuang
La antigua ciudad de Fenghuang o literalmente traducido como ciudad del fénix es un enclave famoso a nivel nacional por su historia y su cultura, incluso ha sido aclamada como la ciudad más atractiva de China por algunas fuentes (yo lo he leído en intenné, sí, esa fuente). Tradicionalmente ha sido un lugar de residencia de las etnias Miao y Tujia o “Nacionalidad o nación Miao” y “Nación Tujia” como le llaman aquí sin miedo a que se desintegre el estado chino.
Llegamos a la ciudad del fénix muy tempranito en un autobús totalmente lleno de turistas chinos, nos quedamos un poco desorientados en la parada del bus y cuando nos quedamos solos nos pusimos a andar sin tener muy claro hacia dónde. Al ratito de ir preguntando, una chica muy amable nos dijo que nos acercaría al hostal que queríamos pero por el camino se puso a hacer llamadas y a nosotros nos quedó bastante claro que esta pelazo (tenía una melena que habría avergonzado a la Pantoja de los mejores tiempos) nos la estaba dando con queso. Sin embargo aquí un servidor que tiene vista de lince, detectó al fondo en una esquina el distintivo de hostelling international y me lancé sin decirle nada a nuestra improvisada guía. Antonio se quedó con ella en la esquina un momento pero en seguida me siguió. Nos pedían una locura, 300 yuanes, una barbaridad, como cuatro veces más de lo que ponía en la guía. Nos largamos de allí en cuestión de segundos y pelazo había desaparecido. Mmmmmm, ¡qué raro! Llamadas telefónicas, precios desorbitados, desaparición, algo a podrido huele Dinamarca. Este misterio, amigos, quedó sin resolver, nunca más volvimos a ver su preciosa melena y el siguiente alojamiento en el que preguntamos valía sólo 80 yuanes y estaba en un sitio privilegiado, con un balcón que daba al río y todas las comodidades, incluyendo el hervidor de agua que tan imprescindible se nos ha hecho en China para tomar cafelitos y tés a cualquier hora. Antonio ha llegado a cinco nescafés de sobre en un día; de sueño sigue igual de bien, no preocuparse.
Tras unos minutos para instalarnos (soltar mochila, elegir cama, test de grifos y colchones) nos salimos a pasear plácidamente entre las mareas de chinos y chinas felices y contentos que suben y bajan por todas partes haciéndose muchas fotos y disfrazándose para hacerse más fotos, la verdad es que se les ve a gusto, a nosotros la multitud tampoco nos agobia y disfrutamos de la belleza de las calles sin perder la paciencia.
Al minuto uno de salir del hotel me veo a Antonio hablando con una doña que nos ofrecía un paseíto por el barco. La verdad es que el rio debe dar unas vistas estupendas de la ciudad y la gente que pasa en las barcas tienen pinta de ir muy entretenidos. Es una pequeña Venecia, salvando las distancias, pero hemos llegado a pensar que el señor Marco Polo no sólo se llevó la idea de hacer fideos largos sino que copió también la de los remeros de góndolas que cantan para entretener a sus clientes.
Aceptamos el paseo en barco, pero antes tenemos que comer, luego venimos. Nos zampamos unos pinchos de pescado, de tofu, de nosequé más y de cangrejitos enteritos ensartados en un palito, todo ello a la brasa. Antonio se comió los cangrejos, yo no pude, porque había que tragárselos enteros, concha y pinzas y todo para dentro, era como masticar tiza. La señora del barco no pudo esperar que acudiésemos a nuestra cita y vino a buscarnos al tenderete de las comidas. La seguimos durante unos diez minutos andando y nos llevó a las afueras del pueblo, donde se acaba lo bonito pero todo el tiempo nos decía que el barco iría hacia arriba, hacia la ciudad. Todo trola, nos dieron un paseo por donde ya no hay ni un edificio bonito y el rio está sucio. Nos pillamos un rebote que si cogemos a la talento que nos relió, se entera bien.
Ya por la noche y una vez olvidado el incidente del barquito habíamos pasado un día tan agradable por las calles de Fenghuang que  decidimos quedarnos otra noche. Hablamos casi por señas con la chica de la recepción y nos comunica que sí, que para mañana no son 80 yuanes, que son 200 ¡pero qué es esto! Ella nos lo intenta explicar en chino y nosotros no nos enterábamos de nada pero ella nos lo escribió en chino para que nos quedara más claro o para que la dejáramos un ratito en paz. Así fue, nos pusimos con el traductor de chino del ipod y a darle vueltas a la guía hasta que dimos con la solución. Era la fiesta de medio otoño, una celebración muy importante en China en la que todo el mundo come unos dulces típicos que se llaman Mooncakes, bueno, se llamarán de otra manera pero en inglés es así y significa pastel de luna o dulce de la luna o algo por el estilo. Reciben este nombre porque esta fiesta está relacionada directamente con la luna llena y por la noche la gente en Fenghuang subirá a una montaña a mirar la luna y comerse sus pastelitos. También nos dijeron que dejarían lamparitas de llama en el río para que las lleve la corriente. Todo es muy romántico y, de hecho, tengo entendido que es una fiesta que gusta mucho a los enamorados, supongo que eso de subir a la montaña a ver la luna… mmmmm ¡qué picarones! En la ciudad hay un mirador que da al rio donde las parejas dejan constancia de sus romances, véase en esta foto de Antonio entre cortinas de candados con forma de corazón.
Pues bien, teniendo en cuenta que nuestro siguiente destino será también un lugar turístico, que puede estar lleno de gente hasta el punto de quedarnos sin alojamiento, decidimos quedarnos una noche más aunque sea la habitación más cara del viaje: 200 yuanes son 25€. Al día siguiente leí en un blog una historia acerca de Dehang, que es donde iremos luego, y el festival de medio otoño y los protagonistas decían que tuvieron que dormir en un colegio y a un precio disparatado. Una vez más nuestro instinto nos aconsejó bien, esperemos al menos que mañana el tiempo esté bueno para disfrutar de la celebración.
Ni de coña, amaneció malísimo, había esa niebla tan espesa que moja y a lo largo del día no hubo ni un minuto en que pensáramos que iba a mejorar. De todos modos nos hemos dado unos paseítos por las calles que con este gris tienen un aire melancólico que a mí me gusta un poco. Ni uno de los cientosmiles de turistas chinos que han venido hoy hasta aquí se va a quedar en el hotel porque llueva un poquito así que las calles están macizas de gente, o como diría mi amiga Maleni que es de Almonaster la Real, las calles están “hasta medias paeres” (muchos besos Maleni). Por la noche no mejoraría así que yo me quité pronto la idea de subir a la montaña. Después de cenar nos dimos una vuelta para ver qué ocurría y ya el gentío era increíble, ambiente festivo total, las parejitas comprándose dulces y regalitos por las calles, los bares atronando música en directo y miles de flashes a cada instante haciendo fotos de cualquier cosa. En el río algunos enamorados desafían al viento y la lluvia y dejan sus lamparitas para que las lleve la corriente. Sin embargo a mí lo que más me ha gustado son las bandas de rock local que se apiñan en cualquier rincón de los bares para animar la fiesta y atraer a más clientes. Estos chicos tocaban tan apasionadamente,  en tan poco espacio y tan cerca de la ventana que parecía que en cualquier momento iban a caer sobre los transeúntes.

Dehang
A esta aldeíta junto al río hemos llegado también en un autobús que traía a más turistas, nosotros los únicos occidentales, claro. También hemos pagado una entrada de 60 yuanes, pero este trayecto tiene una novedad, una chica muy motivada a practicar el inglés nos ha pedido que si se podía sentar con nosotros para comunicarse, literal. Evidentemente le hemos dicho que sí con las carnes abiertas y hemos venido todo el viaje dándole a la sinhueso. Es muy simpática y cuando hemos llegado a Dehang se ha reunido con su amiga que la esperaba allí y nos han acompañado a buscar habitación. Luego nosotros las hemos acompañado al espectáculo de danzas que hacen en el pueblo cada día y me lo he pasado pipa porque ha sido un auténtico desfile de modelos, sin coña, salían, caminaban y se iban, esas danzas también las hago yo. Luego también han hecho el juego de la cuerda ese de tirar por equipos hacia los dos lados y el público participaba la mar de encantaditos, al final todo el mundo se hacía fotos con los bailarines. Nosotros nos hacíamos fotos con nuestras amigas, véase.
Aunque a decir verdad la sesión de fotos no terminó ahí, el teatro al aire libre tenía un graderío de unas seiscientas localidades y estaba a medio aforo. Pues la mayoría de ellos quisieron hacerse una foto con nosotros, si señores, en China los turistas occidentales somos susceptibles de convertirnos en souvenir en cualquier instante y como es lógico nosotros nunca decimos que no. En este caso fue un poco mareante pero el detalle final mereció la pena. El cuerpo de baile al completo nos pidió hacerse una foto con nosotros. Genial.
La casita de piedra y madera que se ve detrás del puente (siguiente foto) es nuestro hostal para estos días, estamos al lado del río y desde el comedor se ven matrimonios lavando juntos la ropa, señoras acarreando niños en una trona-mochila y limpiando las verduras en una fuente, señores que limpian las calles tirando toda la mierda al río, en fin, la vida junto al río. A nosotros nos encanta pasar el rato en la mesita del comedor que está pegada a la baranda sobre el agua, además nuestra casera no nos hace ni puñetero caso, nos atiende lo más rápido posible y se vuelve a la calle a jugar a las cartas con las vecinas. Todas tienen los negocios igual de atendidos así que ninguna se lleva los clientes de las otras. Ella es una mujer muy guapa, lleva el pelo un poco frito de los autotintes pero va vestida al estilo tradicional con una especie de pijamita y una camisa bordada con cuello mao y cierre en el hombro. Sonríe constantemente y con tal que la dejemos volver rapidito a la timba nos dice que sí a todo y nos cocina en un santiamén.
Hemos venido hasta aquí para ver la vida rural en un entorno geológico precioso. Montañitas de roca caliza rodean la aldea y encierran los cultivos de arroz entre paredes altísimas. Entre las calles se ve sobre todo a los mayores haciendo tareas como cribar el arroz, hacer cestas de mimbre o tejer, a mí esto último me conquista especialmente y no he podido resistir la tentación de comprarle una preciosa camisa azul a esta señora mayorcísima que tenía una habilidad con las manos que no te lo crees. Una vez fuera de la aldeíta sigues viendo a gente acarreando con cosas, recogiendo arroz, amarrando la paja del arroz para secarla, y en menos de media hora  pudimos disfrutar de esta cascada, no sé si podéis hacer algo de zoom y buscar un puntito rojo que hay detrás de la cortina, pues ese soy yo, para que luego diga Antonio que yo no sé posar, yo me veo divino.
Aquí os dejo con una tira de imágenes de Dehang y con eso me despido hasta la próxima.
Antonio se reencontrará con vosotros en Yangshuo, un destino muy especial.
Besos y hasta pronto,
Andrés.
¡Ah! Que se me olvidaba, Antonio se ha aficionado a comer patas de pollo. Las venden envasadas al vacío no sé si cocidas o guisadas pero con sabor tipo barbacoa picantillo. Yo no tero.

domingo, 17 de octubre de 2010

Roberto: en esta entrada, ¡por fin llegamos a China!


Parte I: “Viviendo un reality en Cat Ba Island”

Era viernes 3 de septiembre y por fin, tras tres días en la poco encantadora ciudad de Hanoi, tomábamos rumbo a Halong Bay, en busca de cinco días de relax alejados del calor, el humo y el tráfico.

Habíamos dejado encargada la gestión de nuestro visado chino a la chica del hostal. Así, deberíamos volver a Hanoi el miércoles 8 de septiembre, para al día siguiente, jueves 9, recoger el visado a las 5 de la tarde y marchar rápidamente a la frontera. Y digo rápidamente porque entre el mismo jueves 9 por la tarde y el viernes 10 teníamos que buscarnos la manera de alcanzar Lao Cai,  ciudad fronteriza de Vietnam con China. El sábado 11 expiraba nuestro visado de Vietnam, y aunque nos habían sugerido que no pasaba nada si salíamos un día más tarde, no nos queríamos arriesgar ni un pelo a tener un bis a bis con la policía comunista vietnamita.

Halong Bay es la postal más típica de Vietnam, y el único sitio que no te puedes perder si visitas este país. Si no has estado en Halong Bay no has estado en Vietnam. La parte negativa de esto es que absolutamente todos los turistas pasan por allí, y la belleza del paraje natural podría quedar enmascarada por las hordas de viajeros. Aún así, sería un error no ir a Halong Bay. Era importante por tanto llevar una actitud positiva y optimista, y disfrutar así del paisaje al 100%.

Halong Bay es una bahía al oeste de Hanoi que asoma al mar de China, la cual aparece salpicada por cientos si no miles de islas rocosas y puntiagudas que salen del mar en forma de puntas de flecha dirigidas al cielo. Estas masas de rocas kársticas están adornadas por una abundante vegetación, y están repartidas al azar en unas aguas que, al permanecer parcialmente protegidas del mar abierto, están tranquilas y son fácilmente navegables. El paseo en barco por este mar en calmachicha descubriendo los paisajes que asoman detrás de cada roca es un placer enorme, un regocijo para la vista, un regalo sin igual para el turista. Sólo por esto han merecido la pena los más de dos mil kilómetros recorridos de sur a norte de Vietnam. Por muchas postales que hayas visto antes de llegar, Halong Bay no decepciona.

Nosotros, como no, haríamos la visita a Halong Bay por nuestra cuenta, nada de tours ni agencias. Además disponíamos de cinco días en total; cuando tienes tiempo suficiente puedes hacer las cosas a tu manera más fácilmente. Habíamos decidido pasar estos días en una isla de las pocas que están pobladas de Halong Bay, llamada Cat Ba Island, y en concreto buscaríamos alojamiento en Cat Ba Town. Habiendo disfrutado de los paisajes de Halong Bay en el barco que nos llevaría a la isla, podríamos relajarnos en las playas y en el “nada que hacer” de Cat Ba Town.

Ruta: autobús urbano hasta la estación de autobuses de Hanoi, luego minibús decente a la costa, a Halong City, y una vez allí, de paquete en una moto al puerto para coger el barco. Con el despiste lógico inicial y entre los cientos de turistas, un señor intenta vendernos un par de billetes a un precio exagerado para el “único” barco que a esas horas podría llevarnos a Cat Ba Island. Aunque pronto pudimos encontrar una venta oficial de tickets y, por mucho menos dinero, pagar el barco a Cat Ba Island y la entrada a unas cuevas en otra isla en la que pararíamos de camino. Una vez el barco nos dejara en Cat Ba Island, concretamente en la costa norte, sólo tendríamos que coger un autobús público por 10000 dongs, 40 céntimos de euro (1 € = 25000 dongs), el cual recorrería los 20 kilómetros hasta Cat Ba Town, en la costa sur de la isla.

Durante el paseo en barco desde Halong City, en tierra firme, hasta Cat Ba Island, pudimos disfrutar de los paisajes que os muestro aquí. La niebla es algo común en Halong Bay, y le otorga al conjunto geológico un aire misterioso.


 Un barco de madera y con cabeza de dragón nos pasea entre las islas de Halong Bay



Aldea flotante entre las islas


A pesar de la niebla, y aunque no se aprecie en la foto, hacía sol. El paraguas ha resultado ser nuestro compañero inseparable. Ya lo sabéis


Andrés, con la camiseta de las tetas naranjas, posa en Halong Bay


Así es Halong Bay


Atardecer en Halong Bay

Antes de llegar al Cat Ba Island, el guía turístico de nuestro barco nos ofrece un ticket de autobús privado desde el embarcadero, en la costa norte, hasta Cat Ba Town. 70000 dongs, ¡casi tres euros por 20 kilómetros! En el autobús público nos costaría 10000 dongs según la chica del mostrador que nos vendió el billete del barco. “Nunca he visto un autobús tan barato hasta Cat Ba Town”, nos insistía el guía para convencernos de que compráramos el ticket de “su autobús”.

Pronto llegamos al embarcadero de Cat Ba Island, y antes aún reconocimos a la otra pareja que se negó igualmente a comprar el sobrevalorado ticket de autobús privado; un par de israelitas, ella rubia de pelo rizado, bajita y delgada, con sombrero y gafas de sol; él moreno, con rizos desarreglados y gafas de sol que le ocultaban la expresión general de la cara. Juntos entablamos conversación nada más llegar, y esperamos al bus público entre las constantes ofertas de motoristas y conductores de furgonetas que pretendían acercarnos a Cat Ba Town. Los motoristas por 100000 dongs por persona, 4 euros, y la furgoneta por 400000 los cuatro a la vez, mismo precio, claro. Imaginad nuestra cara, super espabilados los cuatro y esperando gastarnos diez veces menos con la información y “los deberes hechos que traíamos de casa”. Mientras tanto, el resto del pasaje del barco se acomodaba en el autobús privado. No tardó en aparecer un minibús verde clarito que se asemejaba a un transporte público, con la única diferencia de que al preguntarle al conductor por el precio del billete nos afirmó de manera contundente que el viaje eran 100000 dongs. “¡No puede ser! Será otro autobús. ¿Esperamos otro rato, no?”, nos decíamos entre nosotros cuatro.

Otra pareja de ingleses se nos unió en la espera del autobús público a Cat Ba Town. También habían rechazado la oferta overpriced (más que cara) del autobús privado, y nos preguntaban si sabíamos algo del autobús público. “Sí, vale 10000 dongs. Sentaros aquí con nosotros que debe llegar en breve”. Ella era menudita, morenita y con cara angelical, y él delgado, alto y con gorra.

Pero los motoristas y conductores de furgonetas no paraban de ofrecernos sus servicios. Erre que erre con los 100000 dongs por persona. Y allí nada parecía menearse. Y venga a insistir. Habíamos llegado al embarcadero al atardecer, y ya estaba oscureciendo. En el embarcadero a nuestro alrededor no había nada; más lejos estábamos rodeados por agua en calma e islas en silencio total. La carretera que a nuestros pies se alejaba hacia el interior de Cat Ba Island estaba desierta. Aquello tenía mala pinta. Seguramente ya no era hora de haber más autobuses públicos, y probablemente aquel minibús verde había sido nuestra última oportunidad. Empezábamos a pensar que los 100000 dongs que nos había pedido su conductor no era el precio real. Quizás la pandilla de conductores macarras que nos rodeaban estaba imponiendo “su ley” en el embarcadero para asegurarse el dinero fresco del turista.

Comenzamos a contemplar otras formas de transporte alternativas al minibús público y a los motoristas y conductores de furgonetas. Le insistimos al conductor de la furgoneta de un hotel de lujo que venía a recoger a sus clientes, a los fotógrafos de una pareja de novios que había venido a hacerse las fotos a aquel paraje sin igual que nos rodeaba, y a cualquiera que apareciera con un medio de transporte privado. No había manera, en cada intento algún vietnamita del lobby de conductores nos seguía para impedir, con amenazas o lo que fuera en su idioma, que ninguno de ellos nos llevara Cat Ba Town gratis o por un módico precio. Estaba claro; aquella pandilla de macarras estaba presionando a todo quisqui para que nos negaran la ayuda y, además, para que nos afirmaran que 100000 dongs era un precio razonable. Estábamos solos, éramos seis pero estábamos más tirados que una colilla.

Comenzaron entonces las conversaciones y negociaciones entre los seis desconocidos: dos ingleses, de los cuales sólo a ella se le entendía, dos israelitas, y los dos andaluces. Los ingleses se arrepentían de no haber pagado los 70000 dongs del autobús privado que les ofrecieron en el barco, y no les importaba pagar lo que fuera para llegar a Cat Ba Town. Los israelitas deberían de haber salido del servicio militar recién, ya que su orgullo les impedía pagar más de la cuenta a un estafador, y así librarnos de pasar la noche al raso en el extremo más solitario y oscuro de la isla. Andrés tiraba más pa los ingleses, y yo más pa los isrealitas, pero, ¿quién nos asegura que pasando aquí la noche al día siguiente podríamos coger el autobús público? ¿A lo mejor nos volvía a pasar lo mismo después de haber pasado una noche de perros? Y mira que teníamos aislantes, mosquitera y hacía una temperatura ideal… ¡y el paraje no podía ser mas paradisíaco!

Entre los seis no había quien se pusiera de acuerdo. Y mientras, los macarrillas nos seguían tomando el pelo y nos ofrecían chicas para boom boom para cuando llegáramos a Cat Ba Town. Parecía que el precio de la moto no bajaba de los 100000 dongs por cabeza, y el de la furgoneta nos lo dejaban en 500000 dongs por los seis.

 Noche cerrada cuando de repente la única furgoneta arranca para abandonarnos en la oscuridad del embarcadero. “¡Un momento!” imperaba Andrés mientras se amorraba a la ventanilla del conductor, “¿cuánto es entonces por los seis?”. “Quinientos mil dongs” repetía ya cansado el conductor de la furgo en lo que de seguro era su última oferta. De nuevo charla entre nosotros y, por fin, los seis nos subimos al vehículo tras tres horas de infructuosos y frustrantes intentos de regateo.

Una vez colocadas las maletas y cada pareja en una fila de asientos, el conductor solicita el dinero contante y sonante. “Cuando lleguemos a Cat Ba Town te damos el dinero” afirmamos. Esto no parecía agradar al conductor, e insistía en el cash una y otra vez con aspavientos y sonidos vietnamitas… vamos, que el tío no salía si no era con el dinero en el bolsillo. Y nosotros que tampoco nos bajábamos… “Mitad ahora y mitad cuando lleguemos”, alcanzamos a pedir con nuestra mentalidad occidental, hartos de ver películas americanas de gangsters y negocios sucios. Total, que no, que aquello no pasaba los requisitos orientales del acuerdo; o se pagaba, o nos bajábamos, pero aquello no se movía ni medio metro.

De repente lo israelitas se bajan de la furgo, dejándonos a Andrés y a mí en la fila de en medio y a los ingleses tras nosotros. Ahora sí que no, con esta actitud no arreglamos nada, pensábamos los que aún permanecíamos en el vehículo mientras los israelitas bajaban su equipaje del maletero. ¡Y no estamos dispuestos a pagar 500000 dongs entre cuatro!, pensaba yo recurrentemente en los 20 o 30 segundos que duró la acción. Fue entonces, sí, cuando se me ocurrió la idea más brillante que he tenido en mucho tiempo… y no es que fuera nada fuera de lo común, pero fue ágil y nos salvó el culo. “¿Y si pagamos los 500000 dongs entre nosotros cuatro ahora, y que los israelitas nos den su parte cuando lleguemos a Cat Ba Town? Así ellos no arriesgan su dinero pero por lo menos nos vamos de aquí”. Sinceramente, tanto los ingleses como Andrés y yo, no pensábamos que el pirata del conductor nos la fuera a jugar y nos abandonara en la mitad de la nada sin acercarnos a la ciudad. Así que, más bien poníamos nosotros y nos íbamos de allí ya. Dicho y hecho, sin movernos de nuestros asientos convencimos a los israelitas de que tomaran posiciones de nuevo para salir rumbo a Cat Ba Town.

Tras cuatro horas de negociaciones y diálogo con totales desconocidos, como si de un Gran Hermano se tratara, conseguimos alcanzar nuestro destino. Pocas veces me he visto en otra como esta, y todo por ahorrar 2 euros con 90 céntimos por cabeza. El billete real en bus público valía 40 céntimos. Vale, es verdad, al final tampoco es tanto dinero el que nos sacaron, pero la sensación de haber sido timados y engañados, y sobre todo el sentimiento de desprotección y el saber que no puedes hacer nada en contra de ello, es lo que te mueve para luchar por un trato más noble y honesto. Que cada uno piense lo que quiera.

Los días en Cat Ba Town y sus playas fueron maravillosos. Además volvimos a coincidir con Elia y Thom, quienes muy sabiamente habían contratado un billete combinado de bus-barco-bus hasta Cat Ba Town desde Hanoi. Nosotros se lo recomendamos cuando los conocimos, pero hicimos caso omiso de nuestra propia información para lanzarnos a “la aventura de Halong Bay por tu cuenta”. Bia hoi, tardes de playa, y jornada de kayak sin rumbo entre las islas de Halong Bay, descubriendo playas desiertas donde parar a comer frutita y echar unas risas y unos baños con Elia y Tom. Desde aquí un saludo y muchos besos. Ha sido un placer compartir con vosotros esta etapa. ¡Qué vivan los novios!


Una de las pocas fotos que tenemos de nuestros días en Cat Ba Island. Un bañito con Elia y Thom


Parte II: “9 y 10 de septiembre de 2010: la odisea hacia China”

El miércoles día 8 partimos de nuevo hacia Hanoi. Al día siguiente debíamos recoger nuestro visado para China a las cinco de la tarde, por lo que todavía tendríamos un día para preparar nuestra marcha a la frontera. La chica del hostal parecía muy segura de poder conseguir el visado, pero aún pensábamos que no las teníamos todas con nosotros. Primero, porque los requisitos para obtener el visado en la embajada de China eran excesivos -ya os contó Andrés-, segundo, porque ninguna otra agencia de la ciudad se ofrecía a gestionarnos el visado si era la primera vez que lo solicitábamos –todavía no entendemos bien el por qué de la dificultad adicional-, y por último, porque a Thom, ciudadano francés, le negaron la posibilidad de obtención del visado chino incluso en nuestro hostal. Parece que tiranteces en las relaciones diplomáticas entre Francia y China habían decantado al gigante asiático por negar el visado a los ciudadanos franceses. Esto sólo nos aportaba más inseguridad, aunque no tenía por qué afectarnos a nosotros, claro.

El mismo miércoles por la tarde nos informamos en la estación de trenes, y decidimos comprar un billete nocturno a Lao Cai, ciudad fronteriza, para el día siguiente por la noche. Así, recibiríamos el pasaporte con el visado el jueves 9 a las 17 horas, y a las 21:10 horas saldríamos rumbo a la frontera con China, a donde llegaríamos el viernes 10 por la mañana. Y nos pagamos un soft sleeper y todo (litera blanda), ¡a todo complot! vamos.

Durante la tarde del miércoles 8, además de comprar el billete de tren, sólo nos dio para comprar la Loly fotocopiada de China y poco más. Al día siguiente haríamos tiempo visitando un templo, haciendo compras (desodorante, repelente de insectos) y en internet. Pero a las cuatro de la tarde de vuelta al hostal, Thu, como se llamaba la chica, nos informaba de que había retraso. Sí, el pasaporte no llegaría a las 17 horas sino a las 20. ¡Y nosotros con el billete de tren comprado para las 21:10! “Y si se ha retrasado de cinco a ocho de la tarde, ¿quién nos asegura que el pasaporte llegará puntual a las ocho?” Thu no tenía respuesta para nosotros. De nuevo los dos con el cerebro a mil erre-pe-emes pensando posibilidades, soluciones y formas varias de que la cosa fuera a peor.

Plan A. Podíamos ir a la estación a cambiar el billete. Había un tren una hora más tarde. O podríamos preguntar para salir al día siguiente, viernes 10. Lo que era seguro es que abandonábamos Vietnam el día 11 como muy tarde.

Plan B. Thu nos había planteado la posibilidad de que marcháramos a la frontera sin el pasaporte. Ella nos lo haría llegar por un mensajero suyo al día siguiente y aun tendríamos tiempo de cruzar la frontera antes de que nos caducara el visado vietnamita.

Plan C. Si A y B fallan, nos encontraríamos en Vietnam con el visado vietnamita caducado. Ante esto sólo podríamos volver a Hanoi, y presionar a Thu para que nos consiguiera una extensión del visado vietnamita, lo cual se suele hacer antes de que éste expire, claro.

Paso a paso; primero a por el plan A. De vuelta en la estación, la señorita en la ventanilla parecía dispuesta a cambiarnos el billete para una hora más tarde también en litera blanda, o bien para el día siguiente por la noche pero en asiento, con lo que nos devolverían sólo un porcentaje de la diferencia del precio de los billetes. La primera posibilidad sólo nos aumentaba en una hora el tiempo de espera para el pasaporte, mientras que cambiarlo para el día siguiente nos daba un día entero. Pero la opción de hacer el viaje por la noche en asiento no nos hacía ninguna gracia. Tras marear a la señora un poco y cambiar nuestra opinión varias veces nos decidimos por la primera opción. A lo mejor una hora más era suficiente para asegurarnos el pasaporte y seguiríamos disfrutando de un viaje “de lujo”.

“Lo siento, son las seis de la tarde, y vuestro billete es para las nueve y diez; hacen falta al menos cinco horas de antelación para poder cambiar el ticket. No os puedo ayudar”. Las palabras de la señorita caían como una losa que de un golpetazo nos devolvía de nuevo al mismo punto de partida. Por más que imploré su ayuda, la señorita se obcecaba en anular nuestro plan A.

¡A por el plan B entonces! Si no llegaban los pasaportes nos arriesgaríamos a irnos a la frontera sin ellos. Ya veríamos allí cómo resolver la papeleta con la ayuda de Thu. Unas cervecitas nos entretuvieron antes de volver al hostal a las 19:30. Cuando llegamos no había noticias. Los pasaportes debían llegar a las 20 horas y ya está, afirmaba Thu. Allí sentados en los muebles de madera maciza de la entrada del hostal los minutos parecían horas. Por la amplia puerta que se abría al exterior observábamos en incesante ir y venir de la gente en el callejón; no sabíamos quién debía traer los pasaportes, así que cualquier ademán de un desconocido para entrar en el hostal podía suponer su llegada. ¿Hasta qué hora podemos esperar como máximo para no perder el tren? Pensábamos y hablábamos Andrés y yo.

19:58 horas. Una moto se para en la puerta del hostal; un chico joven se baja, se quita el casco y levantando el asiento saca del compartimento inferior una bolsa de plástico con dos pasaportes. Thu los recibe y nos lo entrega. ¡Efectivamente! Dos visado de un mes para China, con los que podíamos entrar en el país en los próximos tres meses, y permanecer allí un mes desde la fecha de entrada.

Con las mochilas a cuestas y corriendo nos montamos en el taxi que muy amablemente Thu nos había solicitado por teléfono. Tras corregir la trayectoria del taxista y llegar en breve a la estación, alcanzamos nuestro compartimento, de  seguro el único compartimento gay de todo el tren. Andrés y yo en las camas de abajo, y un cantante y un ginecólogo en las camas de arriba. No pasaron ni dos minutos tras arrancar el tren cuando el cantante vietnamita saltó por los aires a la litera del doctor, y allí que pasaron toda la noche acurrucados. Ellos sabían que nosotros también… por lo que tenían luz verde para dormir juntos. Después de tanto estrés, la cama blandita y la compañía tan relajada nos permitieron dormir como niños. “Buenas noches Andrés, mañana ya estaremos en China”.

Llegamos a Lao Cai todavía de noche, a eso de las seis de la mañana. Desayuno, y andando al banco para cambiar los dongs que nos sobraban en yuanes. Intento frustrado, no tienen yuanes. De todos modos la Loly, nuestra guía de Vietnam, asegura que el cambio al otro lado de la frontera siempre sale mejor. Dos motos a la frontera, y tras pasar con éxito los controles policiales, ya estábamos en Hekou. Ya estábamos en China.

Aquello, no sé por qué, se notaba que era China. Las calles y las casas eran diferentes… Pero ¡no había tiempo que perder!, había un único bus a las 10 de la mañana a Xinjiè, nos afirmó un cambista del mercado negro en la puerta de la estación de autobuses. Eran las ocho y algo, y aún teníamos que cambiar euros a yuanes, y dongs a yuanes. Conseguimos darle esquinazo al personajillo y encontrar el Banco de China, donde nos cambiarían los euros, pero sorprendentemente no nos cambiarían los dongs. Bueno, todavía teníamos la posibilidad de buscar de nuevo al cambista. Y así fue, de vuelta a la estación allí estaba. Ahora nos decía que el bus se acababa de ir, que si queríamos él podía llamar al conductor para que parara allí donde se encontrara y nos esperara; un taxi, gestionado por él, claro, nos podría acercar al autobús que se encontraba ya a unos kilómetros del centro de Hekou.

Él sabía que no habíamos cambiado nuestros dongs, así que ¿sería una estrategia para ponernos nerviosos y hacernos un cambio de mierda? No, al menos lo que contaba era verdad en parte. Se nos había olvidado cambiar la hora, y en lugar de las nueve y diez, como indicaba mi reloj en hora vietnamita, eran las diez y diez, hora local de Pekín aplicada a todo lo largo y ancho de China. “Andrés, pregunta tú por otros autobuses en las ventanillas mientras yo entretengo al pavo este y le regateo el cambio”. Pero era cierto que no había tiempo que perder. Realmente el único autobús había salido a las diez. Finalmente, en medio del hall de la estación, conseguimos un cambio medio qué, y seguimos las indicaciones del usurero hasta el taxi de su colega. Con el lío de ir corriendo, el cambista llamando al conductor del autobús, las maletas, los yuanes todavía en la mano, el regateo del precio con el taxista… ¡Rassss!, hicieron mis pantalones mientras me lanzaba, literalmente, al asiento trasero del taxi. Una raja de más de una cuarta a la altura de la bragueta dejaba entrever mis intimidades a través de mis únicos pantalones cortos. Y ahora ¿qué más?

Daba igual. Ya habíamos alcanzado al minibús que nos esperaba parado en una cuneta. Confirmamos el precio del billete hasta Xinjè y pa’ arriba. El conductor con sus dos colegas de charleta, un viajero más y nosotros dos. Ya podíamos estar más tranquilos, cuando… ¡Piiiiii! El silbato de un policía chino, alto, delgado y fuerte, y con cara de pocos amigos, paraba el autobús tras diez minutos de ruta. Pronto se sube al autobús e inspecciona visualmente el vehículo. Evidentemente la nota discordante éramos los dos guiris. “¡Pasaporte!” nos imperó bruscamente. “¡Mierda!” pensábamos Andrés y yo mientras el policía se alejaba del autobús con nuestros pasaportes. “Lo único que espero es que no me haga bajar del autobús con estos pantalones”, le decía yo a Andrés sin haber tenido tiempo siquiera para pensar en cambiármelos.

Tras dos minutos de intensa espera el policía nos devolvió nuestros pasaportes, y por fin continuamos tranquilamente nuestro camino a Xinjiè. Ahora sí. Evidentemente con tanto ajetreo no tuvimos tiempo para hacer fotos que os podamos enseñar. Lo único que podemos asegurar con pruebas gráficas es que en los autobuses chinos aún se puede fumar. 


Lo que no proporcionan en el autobús es cenicero, así que mejor fumar en pipa para no ensuciar el vehículo


Parte III: “Dos son compañía, tres son multitud”

Y bueno, ya se está poniendo la entrada un poco pesadita ¿no? Así que resumiré en imágenes nuestros tres primeros días en Xinjiè, pueblito de las montañas del sur de Yunnan, famoso por las minorías étnicas que lo habitan, las cuales cultivan el arroz en terrazas que moldean sorprendentemente el paisaje.

Yunnan es la provincia china que limita con el norte de Laos y Vietnam. Su capital es Kunming, ciudad que visitaríamos más tarde, y está poblada por numerosas etnias que difieren ampliamente de la cultura Han, los chinos verdaderos. A pesar de que Xinjiè está en la falda de una montaña y asomado a un enorme y bonito valle, el pueblo es más bien feo, y de nuevo nos recordaba a las ciudades indias ausentes de arquitectura tradicional y todo manga por hombro. Eso sí, tuvimos la suerte de coincidir con el día semanal del mercadillo, en el que pudimos pasear entre los puestos y observar boquiabiertos los coloridos y originales atuendos de las diversas minorías que allí se concentraron.


Una escena habitual frente a uno de los puestos del mercado


Por su cara, creo que no quedó muy conforme con el precio de la escoba


Valorando y comparando precios


¡Antes muerta que sencilla!


Posado robado


Como siempre, las que más producen su atuendo tradicional son las mujeres. Parece que los hombres han adoptado en su vida diaria el uniforme de aspecto comunista

Ese mismo día por la tarde nos dimos un paseíto y visitamos algunas aldeas de los alrededores. Algunos compradores que habían asistido al mercado principal de Xinjiè, también volvían por los caminos a sus casas. Pudimos disfrutar del precioso paisaje a la vez que comíamos fruta y nos relajábamos del estrés de las jornadas precedentes. Aquí unas instantáneas del paseo.


Aquí los niños siguen ayudando a los padres en los quehaceres domésticos


 Mazurcas y calabazas


Sorprendentemente aún quedan casas de ladrillos de adobe

Y al día siguiente tour por las terrazas de arroz en furgoneta-triciclo. Sí, furgoneta-triciclo. Una china muy graciosa nos llevó por diferentes puntos estratégicos para observar las impresionantes vistas y paisajes. La idea era ver el amanecer en uno de ellos, aunque la niebla y la lluvia nos lo impidieron.


Furgoneta-triciclo


La boca le ha quedado rara. Parece que es el pelo largo del bigote que le tapa un poco el labio de arriba


Se ve regular pero, os hacéis una idea ¿no? Es que entre la niebla y la lluvia el reportaje fotográfico fue duro


… aunque es cierto que la niebla le daba su punto


… aunque es cierto que la niebla le daba su punto, otra vez


Esta es de postal


Y en esta se aprecia la lluvia y todo. Vaya curro ¿eh?


Colores de las terrazas I


Colores de las terrazas II

Y ¿a qué viene el título de esta tercera parte? Os preguntaréis todos. Pues a la anécdota revivida en la casa de huéspedes en la que nos quedamos en Xinjiè el primer día. Y digo revivida porque era ya la segunda vez que nos pasaba algo parecido. La verdad es que no estábamos muy conformes con la habitación. Teníamos corte de agua de ocho de la mañana a ocho de la tarde, no había luz en el baño y, desde el amanecer, innumerables aves poblaban nuestro techo de uralita, a deducir por los sonoros paseos y aleteos. Pero lo peor llegó por la noche. Andrés dormía profundamente, y un ligero pero constante ruido me desveló para no dejarme coger el sueño de nuevo en por lo menos una hora. Los envoltorios de plástico de las galletas que nos habíamos comido por la tarde, y que habíamos dejado en la mesilla, no paraban de emitir chasquidos y crujidos suaves. Evidentemente allí había algo, o alguien, ya que los plásticos no se mueven ni arrugan por si solos para emitir aquel sonido. No llegué a encender la luz para descubrir al intruso, y simplemente me limité, hasta que conseguí retomar el sueño de nuevo, a golpear la mesilla con la almohada. Quien quiera que allí anduviera sabía entonces que me estaba molestando, y aunque fuera por momentos paraba de hacer ruiditos.

A la mañana siguiente mi relato convenció a Andrés fácilmente para abandonar la habitación y buscar un alojamiento alternativo. Ya en Vang Vieng, Laos, disfrutamos de una compañía similar, aunque en ninguno de los dos casos nos hemos mirado directamente a los ojos. En aquella primera ocasión el bichito nos mordió el cuero cabelludo para despertarnos abruptamente, a mi durante la siesta, y a Andrés en mitad de la noche. Mi sábana roída y agujereada a la mañana siguiente delató la actividad roedora nocturna.

Sólo os digo que encontramos una habitación en un hotel de cuatro estrellas por diez euros la noche. Y no sólo nos permitió disfrutar de agua 24 horas al día, buenas camas y privacidad absoluta, sino que nos sorprendió con entradas vip para el espectáculo diario que acontecía bajo nuestra ventana: aerobic público al más puro estilo tradicional chino. Pasen y vean. Besos a todos.

Antonio